3 de noviembre de 2014

Después de cuatro días de frío y lluvia constantes en noviembre:


No, hoy fue un domingo horrendo. No paró de llover todo el día. Tuve la esfufa prendida todo el tiempo allá en Ezeiza y, entre mi hija menor y yo, cuando el caluroso de la familia se fue a dormir la siesta, cerramos la puerta, subimos el fuego al máximo y nos amuchamos del lado caliente de la habitación como si fuera julio. Traté de descubrir las flores de nuestro roble de la seda, las de los jacarandáes, esos estallidos de violeta, en el camino de ida y de vuelta, las de los ceibos (que, lamento decirle al idioma, para deberían escribirse "seibos", porque la "c" es una letra que no va con ellos, son sinousos y retorcidos, como la "s") pero cuesta demasiado ver los colores así y van días de esto, un siglo. Me hace pensar en los años de Cien años de soledad... Ni un color hubo, ni uno. Todo el día fue de grises y más grises, un día en blanco y negro, tan triste y doloroso como el medio del invierno. Quiero sol, quiero ponerme sandalias de nuevo (no duró nada ese tiempo, ¿una semana?), quiero usar pollera otra vez y sacarme las botas. Quiero no tener frío.

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