4 de diciembre de 2014

Siempre me sorprende lo que consigo en una sola de esas sesiones de análisis (lo digo en tono general, no específico) que hago de tanto en tanto, digamos, dos, tres por año, en momentos en que todo es un remolino y hay detalles que me ponen nerviosa y que veo por el rabillo del ojo como una galaxia de problemas que quiere decirme algo en ese momento, incomprensible. En una sola hora de charla con alguien que me conoce mucho, que quiero, que me dio un núcleo duro, fuerte, sobre el que apoyarme en momentos terribles (recuerdo, sobre todo, mi asombro frente a mi propia fortaleza destrozada en 1989, después de la muerte de mi viejo), en una hora digo, puedo de pronto, unir ciertos puntos que estaban ahí entre detalles que parecían separados, imposibles de relacionar. Como en uno de esos dibujos que venían en los diarios para completar despacio hasta que aparecía un pájaro, un caballo al galope, un plato de comida. La figura que construimos es una entre muchas, estoy segura, no creo que sea una sola... Pero tenerla ayuda mucho a mi mente holística que tiende a relacionarlo todo a respirar de nuevo. Tal vez, a sentir el verano, que es lo que quiero sentir cuando lo tengo conmigo. Ahora, por ejemplo.

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