1 de febrero de 2017

Al día siguiente de Pompeya, como no había lluvia, nos fuimos al Vesuvio. Ahí, yo no había ido. Lo había mirado siempre desde lejos. Me gustan esas montañas sin pico, cortadas por algo enorme y decisivo. Me gusta pensar que la Tierra es mucho más poderosa que los seres humanos, que se creen tan poderosos con su ciencia y su deseo de dominarlo todo... Hicimos bien en ir, digo, porque al día siguiente (igual nos íbamos a Sorrento), nevó de noche y ya no se pudo ir y el Vesuvio cambió y se convirtió en una montaña más alta, más... montaña.
Fuimos, dije, tomamos el tren, bajamos en Ercolano y tomamos un colectivito (caro, por cierto) hasta el lugar en que empieza la caminata hasta el cráter. Que quede claro: yo camino mucho pero soy persona de llanura. Cuando hay que subir, me quedo sin nada, nada de aire. Tardo años en llegar a lugares que otros hacen enseguida, siempre soy la última y siempre, siempre, me quedo sola. Llego pero media hora, cuarenta minutos después. Bajar..., para bajar soy mejor, no paro, pero igual llego última. O sea: la sufrí. Y hacía un frío insoportable, directamente horrendo, de esos que muerden la cara y las manos a través de guantes, de bufandas, de lo que sea. Esos que me hacen desear 40 grados. Como sea, subimos. La vista era hermosa, sobre todo hacia el mar... Llegué horas después que los demás pero llegué. Vi mi primer cráter. Los humos lerdos que salían entre las piedras, el agujero aparentemente tranquilo, pacífico, que podría convertirse en un infierno... Y lejos, hacia el Oeste, el mar, tranquilo, quieto, y la silueta de Capri. Por suerte lo hicimos..., en Sicilia, el Etna, que es mucho más grande, estaba tan nevado que lo cerraron. No se podía subir. Lo vimos desde todos los lados (dimos la vuelta a su alrededor) pero nunca nos acercamos. Nos quedó solamente el Vesuvio, sin una gota de nieve cuando subimos, con mucha nieve en las fotos que sacamos al día siguiente en Sorrento.








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