10 de febrero de 2017

Amalfi. Fue al final del día, el frío era realmente insoportable y en un momento, neviscó. No vimos mucho pero sí la extraordinaria catedral, y las calles todas blancas, tan diferentes de las de Positano. Nos pareció un lugar menos caro, menos fino y no menos hermoso. Ahí también el pueblo es uno de esos lugares donde las casas se suben unas arriba de otras en las perspectivas. Recuerdo sobre todo el mapa del Mediterráneo en una de las puertas. Recuerdo que me dolían las manos y los pies y que volver en el colectivito fue hermoso pero nos mareó a todos hasta que se puso tan oscuro (a las 5,30 era de noche, claro, para eso está el invierno) que ya no se veía el mar y todo parecía oscuro. El vértigo desapareció y yo me acordé de ese otro poema que escribí hace unos años en unas vacaciones en que fuimos al Chaltén por primera vez (el Calafate, Odi y yo la conocíamos, las chicas no) y hubo un día en que si hubiéramos llegado en ese momento, no habríamos sabido que esa montaña bella, enorme, fabulosa estaba ahí. La hubiéramos pasado por alto... Pero como ya la habíamos visto, su presencia estaba ahí, dura, por debajo de las nubes. No podíamos olvidarla.
Creo que es así con muchas cosas: se ven y se ven para siempre. Pongo las fotos en otro post porque no quiero que se borre. Debería hacer al revés, creo. Pero de ahí a que me acuerde la próxima vez..

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