9 de febrero de 2017

Para empezar por Palermo, digamos que me pareció bellísima. Una Nápoles pero limpia. No todos en el grupo opinaron lo mismo (en este viaje salió mucho eso de las diferencias: una de mis hijas dijo que "no la pasaba nada con esta ciudad"). A mí, me pasaron muchas cosas. Estuvimos ahí dos veces, al comienzo de nuestra recorrida por Sicilia, un día entero; al final, medio, antes del vuelo de vuelta a Roma. Desde nuestro b and b, otra cosa que me gustó, el dueño fue muy amable con nosotros, nos ayudó con líos médicos y de vuelta, como tenía lugar, nos dio dos habitaciones en lugar de una para los cuatro sin que nadie lo pidiera, todo quedaba más o menos cerca: la Catedral, el Palacio Normando y la fabulosa Capella Palatina, el Mercado de Capo y el otro, con B larga, que no me gustó tanto, el Teatro Massimo y el Teatro Politeama, la zona fina alrededor de esos dos teatros con negocios de marca tipo Recoleta, y las paradas del ómnibus al aeropuerto, en el Politeama y las del colectivo gratis que tomamos dos veces, una vez hasta el Puerto desde el Massimo y otra vez desde ahí hasta el Massimo para volver al hotel. Nunca terminé de entender cómo hacíamos para llegar a cada lado excepto en el mapa..., porque todo es diagonal y en esas esquinas de cinco, seis calles, tomar en una dirección u otra lo cambia todo. Sé, eso sí, que todo estaba cerca.
El clima no fue bueno con nosotros (no lo fue hasta el final, creo yo) así que llovía cuando llegamos y llovía cuando nos fuimos, y de vuelta peor..., incluso dejé de ir a un lugar esa noche porque la lluvia era un diluvio. Nos dijeron, todos, que no recordaban un invierno muy frío.
Las calles eran bellas. Sin veredas y muy, muy angostas, la ropa colgada como en Napoles, balcones fabulosos, palacios cada tanto, y los mercados..., ah, los mercados nos deslumbraron. Por ahora, hablemos de eso. Caminamos hasta el primero más que nada porque a Odi y a mí nos gusta verlos pero además porque por ahí había un lavadero de ropa que realmente necesitábamos. El lavadero estaba justo junto a la puerta del Mercado da Capo, en una calle ancha, con una especie de vereda enorme en la que, de vuelta, vimos un mercado de relojes, balanzas, gorras, una especie de mercado de pulgas (que a mí siempre me interesa más que los de la comida). El Mercado da Capo es parte de los tours a pie con guía que no hicimos y vale la pena. No había mucha gente pero los puestos con fruta y verdura y hongos y condimentos y chocolate con todas las combinaciones (eso, lo mejor, sin duda, para mí claro) y al mediodía, comimos ahí los mejores arancini y una sopa de lentejas y algo más, cada una más rica que la otra, por nada, en un mostrador con bancos altos.
Al final del mercado, la calle gira y en esa curva está lleno de balcones con enormes toldos de tela blanca, bellísimos. Creo que lo fotografié doscientas veces. Vendían no solo los limones de Sicilia (que lo inundan todo, todo el tiempo) sino unos gigantescos, como melones chicos, que nunca probamos y que dicen que son para comer (no para mí, claro..., nada cítrico por esta mesa, por favor). Hay algo manso y rutinario y bello en esa combinación de colores, en esa belleza de punto de encuentro. Y yo descubrí ahí, antes que en las rutas, que América, nuestra América, conquistó Sicilia igual que Cartago y Grecia y Roma y los normandos y medio mundo más: hay tunas. Las llaman higos americanos y como son una de mis frutas favoritas, llegué a comer tunas en Italia, y sigo comiendo acá.
Van fotos.













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