14 de marzo de 2017

Como ya expliqué, lo hicimos mal. Muy mal, creo. En lugar de ir a quedarnos (porque yo no encontré nada que me gustara a un precio razonable o no supe buscar, supongo y 200 y pico de kms parecían pocos antes de conocer la zona), lo hicimos desde Taormina. Fue un largo viaje de ida y de vuelta pero como yo había supuesto, el lugar me golpeó en la frente con esa belleza infinita y el recuerdo de las palabras de mi vieja, a la que le hizo exactamente lo mismo. Nombro a mi vieja porque así hacemos el circulo: empecé con ella en el templo griego de Segesta y vuelvo a hablar de ella al final. Me la imagino en esas calles con mi viejo en uno de los últimos viajes que hicieron antes de 1989..., el año malo...
Además, había una novela de Lawrence Durell que ni siquiera sé si leí pero la tapa del libro me quedó para siempre (como su cuarteto de Alejandría).
Tardamos mucho, nos costó estacionar, pero llegamos. Caminamos por una calle torcida hacia el comienzo del barrio viejo y la catedral, otra vez de tiempos de Ruggiero, con esa belleza de mosaicos como espejismos perfectos y pasamos por turismo para que nos dijeran qué ver. Y vimos. Vimos mucho.
De mañana, la catedral, el mar a la izquierda, donde almorzamos, en el fuerte que da directamente al agua perfectamente transparente y sobre todo, más allá, el lugar en el que se ve la ciudad sobre el agua, cerca de los Lavaderos. Desde ese muelle perfecto, y el día era uno de los pocos sin viento, sin frío, el lugar es un sueño imposible: la Roca al fondo, como una centinela cuadrada, y las casas sobre el agua absolutamente azul y clara, como aire un poco más denso; abajo el mar, tan transparente que daban ganas de meternos. Vimos a dos suecas o noruegas en el agua, se habían metido a nadar y yo las entendí aunque jamás lo hubiera hecho. Y las gaviotas en el aire, en las olas, sobre las cabezas. Un lugar para quedarse sentado como se quedaron mis hijas. Sobre la arena, botes de todos los colores y el reflejo del mundo en el mar, repetido e invertido como en el interior del ojo... Creo que yo nunca había visto una magia semejante.
De ahí, fuimos a los Lavaderos, un lugar en el que desemboca un río y hay lugares para sentarse a lavar frente a mármoles justo bajo los arcos que se ven desde el muelle. Yo me preguntaba cómo lavaban en agua salada pero la explicación de los carteles me lo dijo.
Después, la Roca. Creí que no iba a llegar, llegué mucho más tarde que los demás, pero tuvimos recompensa. Yo, jadeaba, claro. El viaje es una vista tras otra, el mar azul, azul, interminable; el pueblo viejo, los techos de tejas, el otro lado, la otra parte de la ciudad, la playa. Cada paso costaba y una entendía las paredes cerradas y los distintos pasos de los fuertes anillados que protegían un lugar inexpugnable. Arriba, hay un bosque bellísimo y los restos del templo de Diana, claramente de tiempos griegos. Hay historias de guerra que como muchas historias de guerra, me entraron por una oreja y me salieron por la otra. El vértigo es inmenso..., y el mareo ante la belleza también.
Las chicas se habían ido antes, y volvieron mucho después, las esperamos abajo, jadeando y yo hasta bajé y volví a subir con una soda para tomar porque la sed era grande. Y yo tenía hambre... También hubo helados. Pero antes, en la bajada, el piropo. Nos pararon dos argentinos (tan claramente argentinos; de unos treinta años más o menos...). Trataron a hablarnos en inglés y nos reímos y les dijimos, Somos de Buenos Aires. Nos reímos todos. Jadeaban, agotados. Preguntaron si faltaba mucho. Les dijimos que no y que valía la pena. Después seguimos bajando pero yo los oí. La chica dijo:
"Yo, cuando sea así, quiero ser como ellos que subieron..:" "Así" es igual a "vieja", claro está pero yo me sonreí y se lo conté a Odi. Cefalú fue en cierto modo, el final del viaje. De ahí volvimos a Palermo y de Palermo a Roma en avión...






























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