3 de abril de 2017

Ayer, Malvinas. Acaba de preguntarme alguien si tengo escritura sobre Malvinas. No tengo. No sé por qué la historia de Malvinas me duele, como a todos, tomo partido por supuesto, y tengo mis anécdotas, pero no escribo sobre eso. No me llama para contar historias al respecto. Tal vez tiene que ver con la cosa militar... No sé por qué pero no creo que nunca escriba al respecto.
Recuerdos tengo de ese año.
Era el segundo año de nuestro noviazgo... y recuerdo mi angustia porque mi compañero estaba haciendo la colimba ese año. Así que recuerdo el espanto personal además del político. Y sí recuerdo el espanto general. La seguridad absoluta de que todo terminaba mal.
Y recuerdo muy bien lo que me pasó por ser traductora.
Una: tuve que forrar los libros (cosa que no había hecho antes y no volví a hacer jamás: me molesta, se me cae el papel, lo rompo, no gracias, soy desprolija de alma y sentimiento, me gusta la desprolijidad... demasiado para tener libros forrados) porque me insultaban en los colectivos por llevar libros en inglés. Así que leía, sí, pero con el libro medio cerrado y la tapa oculta.
Dos: Le doy clase a un tipo en una empresa (en ese momento hacía eso para sobrevivir, no me gustaba, pero era mejor que dar clase a chicos, cosa de la que soy totalmente incapaz, creo). Un ejecutivo importante que tomaba clase solo.
Me mira con algo parecido a la rabia y dice:
--Perdone que le pregunte, profe, ¿pero usted por qué enseña inglés? Digo..., ese idioma...
Yo soy mala para pensar respuestas inteligentes que destruyan al otro en el momento. No tengo chispa. No hago ni veo ni escribo humor, pero eso era lo que quería hacer. Y de pronto, se me ocurrió (una de las pocas veces en toda mi vida):
--Y usted, ¿por qué lo estudia? --le dije.
Me sentí un genio. Por lo menos el señor dejó de molestarme y no me dijo más nada.

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