8 de julio de 2020

Ayer, cuando Odi se fue a dormir muy temprano, estábamos viendo Metrópolis pero de eso no voy a hablar porque sin duda no soy buena espectadora para el cine mudo... no me gusta. Entiendo la genialidad de la película pero no hay forma. Así que cuando él se durmió, yo elegí un Musical, uno de esos géneros que jamás hemos compartido y que a mí me vuelan la cabeza..., sobre todo los complejos y estadounidenses como West Side Story y My Fair Lady, Chicago (con todo su machismo, por supuesto), Sweet Charity, digamos, ese estilo. Pero esta vez elegí una de esas películas de historia tonta y de amor con Fred Astaire que es un tipo que cuando baila me transporta a otra dimensión y que tiene una alegría, una tranquilidad y una aparente facilidad en el gesto que me enamora... Y la elegí porque no sabía que hubiera hecho una película con Judi Garland. Era exactamente lo que yo esperaba: tonta, fácil de seguir, muy deslumbrante en los bailes, pero tenía algo más. El guión de Eastern Parade (tonto, ya dije), se las arreglaba para que la rivalidad entre el personaje de Garland y el de la primera bailarina del bailarín que era Astaire (soy mala con los nombres, así que no los digo), fuera la excusa para que Astaire y la otra bailarina hicieran los números más impactantes de tap y Garland bailara un poco (solo un poco) con Astaire y se dedicara a lo suyo: cantar... Qué voz, por favor. Una voz potente, poderosa, tanto más bella que la de Astaire, que es un cantor mediocre y correcto (supongo, ni idea realmente, no es lo mío la música). O sea: la pasé bien, me preparé para la noche (que vino a su ritmo, fría (pero esta vez no apagamos la estufa), con gata y bolsa de agua caliente, y vi bailar y cantar a dos dioses. ¿Qué más se puede pedir?

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