6 de febrero de 2013


Yegua y potrillo en una calle de ciudad (2007)


Los vi,
de pronto,
donde la tierra respira
todavía,
bajo el pavimento,
con paciencia infinita,
esperando.
Iban al trote,
solos
en la mañana.
Sin riendas: el potrillo nuevo,
la yegua dorada.
Espejismos de verde,
de campo sólido, de alfalfa.
Yo miraba.
Miré dos veces;
en el medio, un instante oscuro,
párpados cerrados.
Cuando la luz vino de nuevo,
seguían ahí:
los músculos tensos,
los cascos
como alaridos altos;
el miedo, tendido entre los dos
como un látigo.
Como la doma.
Como la doma,
la ciudad caía sobre ellos,
implacable.
Poderosa.
Se los tragó nuestro horizonte cercano,
absurdo,
de paredes sucias.
Algo se derrumbó tras ellos.
Había estado quieto antes,
en el aire,
como una cascada endurecida
que, en el frío de su propio invierno,
espera que septiembre
toque al pasar
sus alas de hielo.


Un poema que escribí en Recife, en 2007, después de ver una yegua y un potrillos sueltos, como fantasmas, en una calle de ciudad, bajo mi edificio, en el pavimento 

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