14 de noviembre de 2013

Bueno, para mí, oficialmente, aunque no hayan terminado del todo las clases y todo esté interrumpido por esas cosas de último momento (por ejemplo, pilas de correcciones), empezó el tiempo bueno, el verano del año... El martes, mientras dormían la sagrada siesta (para otros) los otros tres del grupo de cuatro que nos tomamos unos días para respirar en Colón, Entre Ríos, yo abrí el cuaderno y me puse a escribir. Y escribí en la única forma en que me sale: rodeada de árboles (ceibos encendidos de trazos rojos, gruesos, como pintados con la pintura espesa; las tipas, verdes de un verde que tiene luminosidad propia en este momento del año, un verde joven deslumbrado; un aguaribay o dos; un jacarandá, puro violeta claro), y visitada por animales: las urracas, hermosas y curiosas, que venían a posarse en las mesas y a dos pasos, en el suelo y se asomaban entre las ramas (ojo amarillo con ceja celeste, cresta azul oscura, pecho blanco..., colores alucinados y perfectos); los lagartos overos que patrullaban el camping del Palmar con pies rápidos y pieles medio salidas, y la lengua roja, inteligente. Así, sí, así es la alegría para mí. Sin frío. Ninguno. En el cielo, constantes bandadas de palomas torcazas, raúdas, unidas, definidas. Todas para el mismo lado.

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