2 de junio de 2016

Voy a contar una historia, es la historia de un árbol solamente. Es una historia verdadera y yo fui testigo de ella durante muchos, muchos años. Escribí poesía por esa historia. Para mí, es antes que nada una historia real, verdadera, y terrible que habla de nosotros, los humanos, y de la forma en que priorizamos lo que no debería priorizarse. Pero además, sospecho, que es un símbolo. Un símbolo negro, triste, de la situación en la que estamos.
Durante años de años, yo miré ese guinco en la plaza frente a Constitución, la estación por la que paso tres, cuatro veces por semana desde que tengo 17, desde que empecé a viajar para estudiar en la UBA y en el Lenguas Vivas. Lo descubrí un otoño, por supuesto, es cuando los guincos se abren y se llenan de soles y nos llaman, cantando. Desde que lo descubrí, decidí que ése era mi guinco en la ciudad. El más grande, el más hermoso que conozco, que conocía...
Una tarde de otoño, bajé de un colectivo frente a esa plaza (seguramente el 61, y entonces, seguramente, era martes) y ahí estaba ese ser fabuloso, bello, perfecto, una galaxia de color oro. Conmigo, al mismo tiempo, en esas puertas anchas de algunos colectivos, bajó un señor abrigado (como estábamos todos), los ojos bajos y yo, que soy irremediablemente tímida y nunca pregunto ni dónde quedan las cosas hasta que estoy desesperada..., que no entro en un negocio cuando no pienso que voy a comprar, que no hablo con nadie excepto en las marchas (como la de hoy) en las que por lo menos sé que hay cierto piso común de ideas, le toqué el hombro y le señalé el árbol. Y vi cómo los ojos cambiaban de rutina a maravilla; de tristeza a asombro. Lo vi cambiar, ver por primera vez. Sobre eso, alguna vez, escribí un poema.
Hace unos meses, creo que cuando la ciudad decidió convertir esa plaza (no muy linda pero bueno...) en cemento puro, lo asesinaron. Lo cortaron todo, lo dejaron convertido en una especie de árbol mutilado, los troncos anchos, anchos sin punta, apenas si diez hojitas en el viento. Yo sabía que estaba muerto, que estaba muriendo. Lo miraba cada vez que pasaba, esperando un milagro. Ese renacer del que habla Miguel Hernández "porque soy como el árbol talado que retorno"... Pero no. nada.
Este martes, cuando bajé del colectivo (el 70, esta vez), no quedaba nada, nada de nada. Solamente el espacio que una vez ese árbol llenó de magia.

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