15 de diciembre de 2010

Escuela sin paredes


La Reservación es un lugar extraño, un enclave de otra civilización en la europea. En más de un sentido, una especie de burbuja desesperada que sigue respirando. Yo conocía reservaciones de los libros. Hace años que estudio la literatura contemporánea de las tribus amerindias de los Estados Unidos. Y entonces, en un viaje de trabajo a la ciudad de Vitoria, Brasil, me invitaron a una reserva guaraní.
Además del chofer, éramos cuatro en la combi: mi amiga, Stelamaris, brasileña; una antropóloga italiana que conocía bien a la tribu; una poeta estadounidense, iroquesa, Roberta, y yo.
Hacía calor, a pesar de que, supuestamente, era invierno y eso, para mí, estaba bien: siempre me gustó el calor. Había una falta especial de fronteras entre la vegetación nativa (que la ciudad borró por completo) y algunos campos de cultivos, un abrazo entre ambas formas de “campo” que me conmovió enseguida. El lugar donde nos sentamos a charlar era una especie de quincho sin paredes, puro techo de paja y pilares de tronco, un rectángulo de sombra fresca con bancos y mesas de madera rústica.
Charlamos. La traducción estaba en el aire. Hablábamos por turno, entre todos, cuatro idiomas: guaraní, portugués, castellano, inglés. Stelamaris y yo somos bilingües (yo, castellano e inglés; ella, inglés y portugués). Había solamente dos personas trilingües: la antropóloga (italiano, portugués, guaraní) y el cacique (guaraní, portugués, castellano). Él ponía cada lengua en su lugar sin esfuerzo: a mí, me hablaba en castellano, a mis amigas en portugués, a los suyos en guaraní. Había aprendido los dos idiomas de los colonizadores y los necesitaba. No había olvidado el suyo. Pero manejaba mucho más que los idiomas.
Apenas me oyó decir de dónde venía, me sonrió con cierta ironía ácida y me preguntó:
--¿Un mate entonces?
Y me incluyó en la rueda con los suyos. Ni la estadounidense ni mi amiga tomaban “eso”.
Mientras charlábamos en varios idiomas, desde varios mundos, le pregunté qué era ese lugar abierto en el que estábamos.
--La escuela –dijo --, y la sala de reuniones y el Consejo y…
Por los costados sin límites, sin fronteras, entraban y salían los pájaros. Un tucán se posó en el banco, cerca del cacique. Estoy cada vez más en contra de las divisiones constantes que las ideas de Europa imponen al mundo: ser humano versus animales o naturaleza; nosotros versus los otros; razón versus sentimientos; cada ciencia por su lado. Pero no hay duda de que me eduqué entre esas ideas. El tucán me parecía hermoso y fuera de lugar en la escuela o el Consejo; exótico sin duda, y molesto. Yo hubiera levantado la mano para apartarlo de mí, de la conversación. El cacique levantó una galleta dura de la mesa, rompió unos pedacitos y los puso sobre el banco para que el pájaro comiera.
Más tarde, antes de que nos fuéramos hacia la ciudad iluminada y las calles y los semáforos de la noche, alguien, no me acuerdo quién, preguntó:
--¿Por qué no cierran con algo las paredes?
El cacique nos miró, francamente asombrado.
--Si cerramos las paredes –dijo --, ¿cómo entran los pájaros?

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