24 de diciembre de 2010

UNA DE LA FACULTAD EN DICTADURA

(una anécdota, leída en Teatro Abierto, 2010)

Yo venía de mi propio infierno, la secundaria, que me había convertido en una solitaria de mirada torva, alguien que no creía en el sol.
Filosofía y Letras, esa facultad de rebeldes que los milicos odiaban, me sorprendió, me rescató, me hizo de nuevo desde afuera. Después de años de silencio, tuve amigas. Amigos. Si me pongo a pensarlo, eso fue lo más importante que aprendí en el viejo edificio de Independencia: no lo que me enseñaban los profesores (muchos, la mayoría, autoritarios y poco interesantes); aprendí la amistad a pesar del miedo. La amistad en el miedo.
Porque había miedo. Cada tanto, quedaban asientos vacíos en los prácticos. Cada tanto, se levantaban armas en la puerta donde era imposible pasar sin la libreta.
Una tarde, cuando yo acababa de descubrir la magia de estudiar en Diógenes, el café, se llevaron a una chica que tomaba algo dos mesas más allá. Yo la conocía de vista: flaca, la ropa clara. Esa tarde entraron de a cuatro y se la llevaron. Fue rápido y por más que lo intento, no consigo acordarme de lo que hicimos los demás. Tal vez no quiero acordarme aunque sé lo que hice yo: me quedé quieta, inmóvil, paralizada. Como siempre.
Me acuerdo, eso sí, de las palabras de una compañera que se inclinó hacia mí y me dijo en un susurro: “Tiene un bebé. Tiene un bebé”. Así, dos veces, como si esas palabras contuvieran el momento, lo apretaran dentro de un punto único: el bebé, la vida del bebé allá adelante, como un dibujo, un signo de interrogación amargo, definitivo.
El día del Bicentenario pensé en esas tres palabras convertidas en seis por la repetición: Tiene un bebé. Tiene un bebé. No sé por qué pero pensé en eso, en cómo esas dos oraciones escribían una historia que estaba empezando y que empezaba mal, casi sin esperanza. En cómo la esperanza se las arregló para ser a pesar de todo. Sí, por eso, la historia se reducía a esa oración, al bebé, al verbo “tener”.
Tal vez, diría yo hoy, en 2010, lo que sabemos ahora es que esa historia tiene sentido porque la esperanza, como las palabras, es empecinada. Irreversible. Turbia. La prueba es que sigue ahí. Sigue ahí a pesar del horror de ese principio (no volvimos a ver a la chica flaca de ropa clara), a pesar de los años (son muchos años).
Sigue ahí, como siempre, empujando historias. Construyéndolas despacio hasta que las historias también se empecinan y hablan y dicen y se vuelven turbias. Irreversibles.

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