9 de marzo de 2014


Palabras que tienen memoria, por Lidia Blanco

Pensemos una verdad sencilla. El Arte siempre estuvo un poco de acuerdo con la subversión, tal vez por eso los primeros en caer durante las dictaduras de todos los tiempos, fueron artistas. Escritores, actores, cantautores, muralistas, poetas. Es por este motivo que la literatura como parte significativa de la creación humana, ha sufrido censuras, y muchas veces los autores debieron exiliarse o pagar con su vida el haber producido obras de Arte  que contradecían al Poder.
Durante la dictadura que nos dejó heridas y miedos, las formas expresivas en sus variadas posibilidades fueron encerradas, demonizadas en muchos casos, porque desde el Ministerio del Interior del Gobierno Militar, se veía como peligrosas muchas palabras que vivían en libros, revistas, periódicos, obras de teatro, canciones. Sobre estas censuras encontramos amplia información en una obra monumental que debe estar en todas las bibliotecas y que deben leer todos los argentinos: “Un golpe a los libros”. Hernán Invernizzi y Judith Gociol, sus creadores, realizaron una prolija investigación que es hoy documento testimonial de aquella época.
En el Prólogo, Horacio González, Director actual de la Biblioteca Nacional que hoy nos reúne, se expresa en estos términos:
No hay poder sin escritura. Luego vendrá el singular problema de la destrucción de papeles reservados y códices recónditos. Tampoco hay poder sin destrucción de papelerío. No en vano la burocracia es uno de los más profundos movimientos del poder, y ello se evidencia aún en que vacila en dejar en sigilo absoluto sus movimientos. Todo poder vive de ese vaivén entre lo que no puede dejar de escribir y lo que no  puede dejar de aniquilar alrededor de la evidencia de que hay rastros por él mismo producidos. Un gobierno como el de los militares argentinos, que organizó círculos de hierro alrededor de su propia clandestinidad, dejaba marcas, significados y protocolos reglamentarios por doquier. Por eso, una de las tesis de este libro supone que había una cultura intelectual del gobierno militar organizada a través de valores de pureza y de orden, y de la sempiterna pedagogía del censor con su truculento correlato flamígero, la quema de libros”. (1)
La democracia nos permitió recuperar el derecho a la palabra, a la investigación sobre los procedimientos de detención y asesinato de miles de argentinos, robo de bebés, destrucción de la economía. Censura. Crímenes. Conocimos detalles sobre el horror de las torturas de los detenidos y del sufrimiento de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Pero la Memoria Colectiva de un pueblo no se organiza solamente con la información, es necesario que se elabore íntimamente cada uno de esos datos, que se los acepte como verdaderos, y que asumamos como conjunto ciudadano, la responsabilidad de lo que no debe ser solamente una frase publicitaria: NUNCA MÁS.
En ese proceso de construcción de la Memoria Colectiva participan hoy organizaciones de Derechos Humanos, abogados, jueces, fiscales, familiares de detenidos-desaparecidos, hijos y nietos recuperados. ¿Falta algo más? Sí, la subjetividad humana tiene otros tiempos. Y es por eso que la literatura puede cumplir en este proceso una función educativa de jerarquía porque los hechos ocurridos llegan a través de la ficción cargados de voces de seres que tal vez no existieron, pero que representan justamente a los que ya no están.
Algunas obras literarias que abordan el tema de la dictadura y su tremenda crueldad, se constituyen hoy en homenaje a la militancia, a los que padecieron sufrimientos atroces, y a la vez resultan enseñanza de un sistema de valores, el que fuera justamente ultrajado por esa dictadura. Los escritores que exploraron esa experiencia del pueblo argentino ocupan hoy un lugar especial entre los lectores, y es un deber de docentes y bibliotecarios, hacerlos llegar a niños y jóvenes, para que sumen  sus representaciones, y también su compromiso con la democracia que todavía se está fortaleciendo.
Algunos artistas nos llegan a lo más hondo, nos evocan nuestros muertos queridos, nos duelen el alma, pero también nos salvan de la locura del olvido. Quiero que mis palabras sean de agradecimiento a todos los que van colocando en la mesa de compartir el pan de la revolución, su palabra de memoria, para que nunca más, ni ahora ni después. …Nunca el Olvido.
El año de la vaca.de Márgara Averbach, editada por Sudamericana en el año 2003 abre ante el lector las ventanas de la memoria histórica que constituye hoy uno de los grandes temas de los organismos de Derechos Humanos. Durante la dictadura militar instalada en Argentina en el período 1976-1983, muchos niños nacidos en los centros clandestinos de cautiverio fueron robados y posteriormente entregados a otras familias que luego se adjudicaron una paternidad falsa. La historia narrada por Márgara Averbach coloca en las voces de un grupo de adolescentes la reconstrucción de la verdadera identidad de una adolescente que ha crecido en un hogar ilegítimo y los pasos que recorre hasta descubrir su verdadero origen.
Un breve texto introductorio a modo de dedicatoria, permite al lector saber de antemano que la ficción parte de un hecho verdadero…
 “A las Abuelas de Plaza de Mayo, que conocen la historia.
A Mónica, María Cristina, Diana, Perla, Miriam, Lea, que se sentaron a conversar en bares, en patios, en bancos de plaza hasta que me devolvieron, de a poco, con paciencia infinita, la conciencia  del poder que hay en la charla.”
La estructura de la obra está montada justamente en conversaciones entre alumnos de un curso de una escuela secundaria de Buenos Aires. Y esas conversaciones van armando la historia de Nadia, cuyo verdadero nombre es Celeste. Seis narradores aportan cada cual su mirada propia sobre el acontecimiento que los convoca y  en su decir se descubren como personalidades diferentes que arman y desarman los hechos como en un rompecabezas. El procedimiento narrativo permite la reflexión crítica al lector, tomar su propia determinación ante el hecho narrado, porque en verdad los sucesos que actúan los personajes, adquieren diferentes matices según la óptica del que narra. Hábilmente la autora muestra en estos discursos de los adolescentes la polémica vigente en la sociedad argentina respecto a la devolución a su familia de origen de los hijos de los desaparecidos durante la dictadura militar.
El tratamiento del lenguaje otorga verosimilitud a cada escena, aún aquellas que se despegan de la realidad para ingresar a lo fantástico, a lo inexplicable. La jerga de los alumnos de una escuela secundaria contemporánea se reproduce con fidelidad, lo que implica observar un impecable trabajo sobre la escritura propio de la buena literatura. Nunca nos encontramos con la mirada del adulto, siempre estamos escuchando a estos jóvenes que cuestionan y se interrogan sobre sus sentimientos, su situación de alumnos en una institución educativa que los niega como personas verdaderas, y que no les brinda acompañamiento para resolver conflictos como individualidades y como integrantes de una sociedad.
Sebastián,  narrador que aparece en primer lugar, expresa los cambios ocurridos en él a partir del conocimiento de la verdadera identidad de Nadia, hija de desaparecidos durante la dictadura, y lo dice con sencillez,  pero también con el desorden esperable en alguien de su edad:
“Fue un año raro, un año con vueltas, como el laberinto ése de Córdoba que fuimos a ver el verano pasado. A mí me pasó algo en estos meses. Y yo diría que fue por la Vaca. ¿O por Nadia? No estoy seguro. Lo de Nadia hizo que de pronto me interesaran los noticieros. Y los avisos que salen en los diarios, esos que vienen con una foto y un nombre y cuentan una historia en tres palabras. Juan Ramirez, desaparecido el 4 de abril de 1976 en…Hace un año, ni los hubiera mirado. Ahora me siento con ella y estudiamos esas fotos en la plaza. Imaginamos las vidas de los que los conocían. No, no soy el mismo”.
Para Rafael las cosas son diferentes, rechaza el descubrimiento de la verdad, se encierra en sus propias convicciones, se aísla del grupo.
Yo estoy como siempre. Los últimos días de clase me la pasaba escuchándolos todo el día. Que el año los cambió, que esto, que lo otro, que ahora saben, que ahora entienden. Allá ellos, a mí no me cambian así como así. Qué año ni qué año. Si ellos quieren ser otros, bueno. Son unos boludos. Unos inseguros.”
Juana, apodada la Vaca, es un personaje rodeado de misterio, sostiene situaciones que permiten atribuirle poderes especiales, casi una maga. Es la que desata el interés por conocer la verdadera identidad de Nadia. Nadia. Sus reflexiones sobre la  identidad ocultada dentro de una familia falsa, el asombro, el horror, pero también el bienestar interior que logra en su nueva situación, otorgan sentido a todas las otras voces que desgranan la novela:
“La foto era como yo tres veces. Cuatro.Yo en el hombre alto, un hombre con mi piel, con mi pelo rojo. Yo en la mujer, en esa cara repetida, la mía, mi cara calcada y agrandada. Yo, en el bebé. Porque no dudé ni un momento: yo había sido alguna vez esa cosita abrigada y envuelta. Y la cuarta, yo afuera de la foto, mirándome tres veces. Me pareció que me moría. Me faltaba el aire. En cierto modo sigo así. Se me está pasando pero muy despacio. Lo que menos se me pasa es la rabia por lo que me robaron. La sentí ese día y ahí está, todas las mañanas. Ni siquiera sé si quiero que se vaya”.
La palabra Historia, así con mayúscula, se repite varias veces en el texto, y es justamente en este discurso de Nadia, que ahora sabe que es Celeste, cuando crece en una dimensión simbólica, cargada de matices, como sintetizadora de otros discursos que aún permanecen silenciados, por miedo, por ignorancia, por cobardía. Márgara Averbach recrea en cierta forma esta palabra, Historia, que al comenzar la novela es apenas una disciplina, un libro, una profesora. Cuando finalmente el lector concluye, tendrá en su haber casi un neologismo, la Historia Argentina construida por todos, la identidad como representación colectiva, como una victoria sobre la impunidad y la mentira.

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