20 de diciembre de 2017

Hoy fue un día complicado y confuso. Me fui a un desayuno de una editorial (que en realidad era ayer y al que ayer no podía ir porque supuestamente íbamos a tomar examen) y todo fue tan súbito que me quedó en la cabeza que era en la editorial y cuando llegué, a tiempo como siempre, era en la otra punta de Buenos Aires, bien al Norte, en lugares que no conozco mucho. Vistas las circunstancias, decidí no ir así que me pasé las horas hasta mi siguiente cita (con el abogado de la jubilación, sí, cosa que me cuesta mucho porque la única razón para hacerlo es que aunque no tengo ganas de irme, sí tengo los años y hay cuestiones de defensa propia) caminando y viendo regalos y tratando de cumplir con notas que hay que anotar hasta fin de año. En algún momento, en un lugar al que nunca entré y al que no creo que vuelva, entré en un restorancito de la recova del Bajo entre Corrientes y Lavalle a comer. Comí con el libro abierto (mi policial islandés, el que estoy leyendo para comentar, muy interesante) y cuando pedi la cuenta, en la mesa de al lado, se levanta una mujer de mi edad, tal vez un poco menos, se me acerca y pregunta:
--¿Usted es Averbach?
Totalmente sorprendida digo:
--Bueno.., sí.
Y entonces, me felicitó porque me leía, me dijo que había comentado un libro mío y que me leía siempre y me dijo (justo eso):
--La complejidad de lo que escribe..., es tan... bueno.
Le dije que me habían dicho que escribía demasiado difícil pero que yo no hacía caso. Dijo:
--No haga.
Le di las gracias. Me había arreglado el día. Se lo dije, creo. Soy tímida para esas cosas.

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