6 de noviembre de 2019

Estamos en noviembre. Estos meses que amo tienen refugios que van más allá del calor (que para mí ya es suficiente). Hoy lo sentí especialmente. Es un día tibio y bueno para mí pero no lo fue en varios sentidos: en varios sentidos, fue un día de romper cosas (yo digo que ellas lo hacen a propósito, como supongo que lo sienten casi todos los torpes), de olvidarme otras, de estar enredada y furiosa con mis manos y mis dedos (me enfurecen siempre, claro, por eso no me gustan las tareas que tienen que ver con ellos). Pero..., pero salimos a dar una vuelta a la manzana con el perro (queremos que se acostumbre porque es tan fuerte que cuesta llevarlo) y descubrí, mirando veredas solamente, una morera. Las moras no se venden. No pueden comerse más que al pie de un árbol. Están entre mis frutas preferidas. Y algunos años, inalcanzables. Por suerte estaba con Odi porque el árbol las dejaba caer pero era demasiado alto para mí. Comimos un rato, sobre todo yo (a Odi no le gustan tanto). Y yo volví a pensar que muy de chica, después de comer moras y mirarme las manos color violeta, suponía que ese objeto que Barbazul no quería que su mujer tocara y que siempre le dejaba una marca, era una morera. Y que Barbazul me había parecido un hombre malo, egoísta y ridículo. Pero inteligente: imposible comer moras sin quedar marcada..., excepto si se comen con guantes. Pero con mi torpeza..., imposible, creo que las aplastaría a todas.

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