5 de abril de 2020

Hoy, con la rabia de ciertas provocaciones que andan dando vuelta en los medios (sin caceroleos, mi barrio no canta en conjunto, no cacerolea, no aplaude, nada, como creo que pasa en todos los barrios de casas bajas), me fui a sacar al perro y de paso pagarle a mi diariero (porque yo sigo comprando Página algunos días). Desierto. En las calles se oían mis pasos, como si estuviera en una película de terror (de esas que jamás veo) pero con sol, con luz, nada que asustara excepto el silencio (ya dije, no amo el silencio). Para mí, hasta faltan los pájaros. Sandokán tiraba muy fuerte, necesitaba correr (hace demasiado tiempo que no vamos a Ezeiza) y eso me agotó.
Así, agotada, llegué a la esquina de la avenida donde está el quiosco, tres cuadras. Estaba lleno de policías con barbijo y no lo entendí hasta que levanté la vista y vi la cola de jubilados en el banco en el que yo, hace años, le cobraba la jubilación a mamá. Esta vez había sillas y la cola no era tan larga, apenas una cuadra, creo. Pago y el diariero me cuenta (me cae bien pero esta vez no entendí: me pareció que había una crítica escondida en esto): "La policía andaba ¡¡repartiendo alfajores!!". Me molestó la sensación de que para él eso era ridículo. Lo imaginé hablando con un policía furioso ante esa orden. Así que dije: "¡¡Es maravilloso!! Yo me desmayo si estoy esperando tantas horas y me olvidé de traerme algo". Él no dijo nada. Supuse que no quería discutir conmigo, soy una buena clienta. ¿Qué tiene de malo eso?, me pregunté yo mientras Sandokán me llevaba a casa a velocidad mayor que la deseada. A mí me hubiera encantado que un hombre o una mujer policías me dieran un alfajor en una cola de esas. Todo, todo, es ideológico, creo. Volví haciendo sonar las zapatillas como si fueran los tacos que nunca uso.

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