26 de septiembre de 2012

CALOR Y FRIO ENTRE ENEMIGOS




Frío estaba podrido. Nadie lo quería. Los chicos que iban a la escuela de mañana se levantaban ateridos y antes de vestirse le decían palabrotas entre dientes.

--Otra vez este frío --decía el caballo grande pateando con los cascos para desentumecerlos mientras los árboles se sacudían sin hojas en el viento.

--Qué desgracia de invierno --se quejaba el maestro mientras maniobraba la bicicleta de resbalón en resbalón por la calle de tierra un poco escarchada.

--Me duelen las patas, mamá --chillaba el cachorro nuevo de la perra Luisa acurrucado en la cucha --. Odio el frío.

Así que Frío estaba harto. Se paseaba de una nube a otra, repartiendo rayos y granizo con el ceño fruncido.

Nadie me quiere, nadie me quiere, pensaba. Nunca dicen "Ay, qué lindo fresco", nunca me dan las gracias.

Ese día estaba tan furioso que tomó una decisión en la que había pensado mucho tiempo. Nadie lo quería así que para qué quedarse: se iría de ese planeta desconsiderado y amargo. Cerró las valijas de tormenta con una buena traba de sol congelado, se puso los guantes de nieve y el sombrero de hielo transparente, dio un portazo en la primera nube que encontró y se fue volando.

El espacio era un lugar tranquilo. Ahí no había nadie para darle las gracias, cierto, pero tampoco lo insultaban, así que paseó un tiempo entre una estrella y otra, cantando bajito, con la valija cerrada. Después de un tiempo (¿quién sabe cómo miden el tiempo el frío o el calor?), empezó a buscar un lugar donde acomodarse y en eso estaba cuando escuchó un susurro lastimero:

--Nadie me quiere, nadie me quiere --decía alguien con esa voz quejosa y triste que ponemos todos cuando decimos esas palabras, esa voz que en realidad está esperando que alguien le diga:•"no es cierto, no es cierto, yo sí te quiero". Y como la voz esperaba eso y Frío era un buen clima en el fondo, y además estaba aburrido y era muy curioso, se desvió un poco hacia enorme galaxia en forma de escalera que había dejado a la izquierda para ver de quién se trataba.

La vio de lejos. Era hermosa, toda verde, con el cabello largo, suelto, de un color muy raro, casi violeta y ojos como duraznos maduros. Caminaba casi a los saltos con una mochila turquesa llena de olas en la espalda. Estaba tan sola como él, así que Frío la llamó despacio para no asustarla.

--Ey --dijo --. Hola. ¿Qué andás haciendo por acá?

--Me fui de la Tierra. Estoy cansada. Nadie me quiere --dijo ella con la misma voz suplicante que había usado antes y los ojos llenos de esperanza.

Frío la miró mejor. Alrededor de ella el aire hacía ondas extrañas, dibujos en un color acuático de esos que no están en el arcoiris. Un viento tibio se le enredaba en las piernas como si jugara con ella.

--No te creo –dijo Frío, que por fin la había reconocido. Hacía siglos que no la veía pero uno no se olvida tan fácilmente de alguien con el pelo violeta. –No es cierto que no te quieran. Al que no quieren es a mí. A vos te adoran.

--¿Qué? --se burló ella --. ¿Estás loco? Todo el día lo mismo. "¡Qué calor! ¿Cuándo va a refrescar?" Que se ahogan, que no tienen aire, que así no se puede ni salir a la calle... Que no aguantan más. Que se mueren. Te aseguro que lo único que realmente les gusta es el frío.

Frío la miró para ver si ella hablaba en serio. Los ojos de ella estaban llenos de tristeza, así que Frío dejó la valija sobre un asteroide y le contó su vida. Cuando terminó, se reían los dos.

Se sentaron juntos en la gran roca flotante (que se congeló de un lado y se puso roja de calor del otro) y se pusieron a charlar sobre los animales y la gente de la Tierra.

--Son tan raros en ese planeta --dijo Frío --. No los entiendo. Que no me quieran a mí, bueno, los gustos son gustos, eso no lo discuto... pero ahora que sé que a vos te dicen lo mismo...

--No sé --dijo Calor, los ojos muy líquidos y cansados --. A mí me gustaba la Tierra. Me gustaría volver. ¿Y si habláramos con ellos para que se decidan? Que elijan a uno de los dos. Supongo que vas a ser vos así que yo, bueno, todo es cuestión de ponerme a estudiar los mapas del cielo. Por ahí encuentro un planeta verde que ame el verano.

--Buena idea --dijo Frío. Pero no tenía muchas esperanzas. Estaba seguro de que la elegida sería ella.

Se equivocaban los dos, por supuesto. Los terrícolas somos mucho más complicados de lo que pueden imaginarse dos seres tranquilos y simples como Frío y Calor.



Calor y Frío (¿por qué siempre frío y calor?, habría que cambiar el orden de todas las cosas de vez en cuando, para variar, digo) volaron hacia la Tierra de nuevo y esta vez viajaron juntos. Se habían conocido, tenían los mismos problemas, ¿por qué no hacerse amigos?

Mientras tanto, desde el destierro de los dos viajeros, en la Tierra no hacía ni calor ni frío. Los seres humanos estaban desorientados. A veces, les parecía que se les ahogaba la mitad del cuerpo mientras la otra mitad se estaba helando. En las ciudades, algunos empezaron a ponerse un pantalón de lana y arriba una malla, o un suéter muy abrigado y un pantalón corto sin medias, o botas con cuero de cordero y un solero. No entendían nada. Y lo que más les molestaba era no poder quejarse del tiempo. ¿Cómo quejarse de algo que no cambia nunca, que está siempre igual, siempre indiferente.

Los animales tampoco estaban muy tranquilos. No sabían si era tiempo de buscar refugio o tiempo de comer y formar pareja, tiempo de prepararse para los fríos o de cambiar de pelo para estar livianos en primavera. Caminaban de aquí para allá mirando el cielo, las nubes, la lluvia (porque llover sí llovía) y preguntándose qué estaría pasando. Los caballos tenían el pelaje largo en octubre y los cachorros de los lobos crecían de a tirones porque de pronto, no sabían cuánto tiempo había pasado desde el principio de todas las cosas. Al fin y al cabo, estaban en primavera otra vez, ¿verdad? ¿O en otoño? ¿Dónde estaba la nieve? ¿Qué época del año era ésta con algunos árboles llenos de hojas y otros, desnudos y dormidos?

Así, en medio de la confusión, sin un solo pronóstico del tiempo (¿para qué? Los primeros días, las radios repetían con voz monótona lo que habían dicho hacía unas horas. Después de una semana, grabaron todo y pasaron el disco cien veces. Después, ni eso. Total, era fácil de adivinar y nadie estaba interesado: era como predecir que las montañas estarían en el mismo lugar al día siguiente), llegaron Frío y Calor. Se pararon, transparentes, verde una, blanco el otro, en el centro de la plaza más grande del mundo y de la más chica, en la selva más grande y en el más enorme de los desiertos, en el mar más gigantesco y en el charco de la esquina, (no les costó mucho, estaban acostumbrados a estar en muchos lugares al mismo tiempo) y dijeron que habían decidido dejar la elección del clima en manos de los habitantes de la Tierra. Querían llevarse bien con todos, dijeron. Querían que los quisieran.

La gente y los animales se reunieron en grandes consejos a deliberar. Hubo un consejo en cada plaza, en cada mar, en cada selva, en cada desierto. Los que se sentían bien en verano pedían calor eterno y los otros decían que era un abuso, que ellos no iban a permitirlo, que el calor era terrible y malévolo. La discusión duró toda la noche y al amanecer, estaban donde habían empezado. El pingüino exigía invierno permanente, el león calor sofocante y más todavía el camello y nadie se ponía de acuerdo. Cuando Calor y Frío volvieron a las plazas y mares y selvas y charcos y desiertos, no había ninguna respuesta para ellos.

Calor miró a Frío, sonriendo.

--¿Qué hacemos? --dijo en una voz alta y cálida. Se lo decía a Frío, al aire, al planeta.

Pero nadie, ni Frío, ni el aire, ni el planeta sabía qué hacer.

Hasta que en un rincón de una plaza grande con árboles que no sabían si brotar o ponerse amarillos, una nena de trenzas negras que no estaba prestando demasiada atención --aunque a ella le gustaba más el verano-- dijo en voz bastante baja, como para sí misma, (porque no creía que nadie fuera a escucharla):

--¿Por qué no un rato cada uno? --Se acordaba de las peleas con su hermano por la pelota y el caballo de madera, y también de la única manera de solucionarlas (a medias, claro, porque igual siempre todos querían la pelota ahora y no dentro de un rato, pero en fin, algo es algo).

Por suerte, Frío tenía un oído excelente.



Dos años después, Frío y Calor se cruzaron de nuevo por casualidad en la galaxia que parecía una escalera de diamantes.

--¿Y? ¿Ahora sí te quieren la Tierra? --preguntó Frío, sonriendo.

--¿Qué si me quieren? No me hagas reír... Apenas llego ya se están quejando... --dijo Calor.

--Ah... Entonces estamos igual porque a mí me insultan todo el tiempo. --Frío se estaba divirtiendo: se le veía en las pupilas blancas y blandas como pedacitos de nieve. --¿Y qué pensás hacer?

--Reuniones no --dijo Calor, con firmeza y sonrió --. No pienso hacerles caso. En la Tierra, tienen poca memoria. El día que vas vos, me quieren a mí y cuando voy yo, te extrañan. Nada los conforma. Podríamos probar los dos al mismo tiempo a ver qué pasa –agregó. Pero era época de calores en planetas lejanos, así que sonrió en seguida, hizo un gesto de despedida y se fue volando entre las estrellas con un atardecer de verano envuelto alrededor del cuello como una bufanda. Antes de doblar en el primer cometa, se paró para gritarle a Frío desde lejos: --Pero es un planeta cómodo, esa Tierra. La verdad es que me gusta pasar por ahí cada vez que llega el verano.



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