11 de septiembre de 2014

Amo la docencia aunque nunca me soñé enseñando. No era lo que quería hacer pero lo descubrí en un momento cuando me di cuenta de que se podía enseñar a adultos y no solamente a chicos o a adolescentes. Que se podía enseñar sin volver a la escuela, ese lugar en el que sufrí mucho más de lo que disfruté... Pero no era eso lo que quería decir. Lo que quería decir hoy es que, aunque ahora amo la docencia como la ejerzo (en la universidad y el terciario), el 11 de septiembre para mí no tiene que ver con Sarmiento (a quien nunca quise; no lo quería ni siquiera cuando no sabía por qué no me gustaba) sino con Salvador Allende. Recuerdo ese día como si fuera hoy. Yo tenía 15, exactamente 15 desde hacía un mes. En ese cumpleaños, había empezado a escribir un diario que nunca abandoné (aunque ahora lo escribo a veces una vez por mes, a veces menos; en esa época adolescente, en cambio, se había convertido en obsesión escribir todos los días) y ese día, 11 de ese septiembre, en casa todos lloramos frente a la radio, escuchando. Hablamos en voz baja los cuatro sobre el verano anterior a ese septiembre, en el que habíamos cruzado una parte de Chile en auto y habíamos escuchado en el noticiero de la radio medidas cotidianas y certeras y simples (cuántos pedazos de pan tiene que tener el kilo para que no se engañe a nadie, me acuerdo de eso) que significaban tanto. Eso es el 11 de septiembre para mí. Ese dolor.

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