23 de diciembre de 2016

Hace unos años (me dijo el Facebook y creo que no lo compartí), escribí algo sobre las fiestas. En mi familia, Navidad no existía. No la festejé hasta que empecé a estar de novia con Odino. Antes, para mí era una noche cualquiera, de última mirábamos televisión. En ese tiempo, no había fuegos artificiales en esa fecha, eran para el 31 así que ni siquiera nos quedábamos a verlos. Un día como cualquier otro. Año Nuevo, en cambio, era hermoso. Nunca fuimos una familia grande así que era una cena con algunito más (pero pocos, a veces nadie), en el calor que tanto me gusta, en el jardín, la noche tibia y suave sobre la piel, manga corta, sandalias, hasta muy tarde, lo cual no era normal. Cuando lo hacíamos en Ezeiza, había luciérnagas que ahora no hay, bosques brillantes y amarillos en movimiento entre las ramas... Yo amaba correr entre esas luces fabulosas. No las tocaba ni las atrapaba: eran mucho más feas de cerca, de lejos parecían estrellas chiquititas. A veces, cuando realmente hacía calor, nos metíamos en el agua y entonces, la magia era completa porque en el agua, cuando una sabe nadar, se vuela. Así que volábamos afuera, entre las luces y adentro, en el agua oscura y buena. Sin ninguna sorpresa, sin olas. Las 12..., fueron una desilusión cuando me quedé hasta esa hora porque no pasaba nada en realidad. Porque eso del año era... absurdo. Pero el resto, los regalos (que nos hacíamos esa noche, claro, y lo seguimos haciendo cuando estamos en Buenos Aires), el verano. Y la sidra, que me gustaba desde muy chica y por eso me sigue gustando ahora.

No hay comentarios: