23 de febrero de 2017

A esto habíamos venido: a ver el Valle de los Templos en Agrigento. Ya lo conté: los veíamos desde todos lados, muy cerca de esa casa bella y congelada. Pero nos costó muchísimo llegar a la puerta. La "tra non molto" no la conocía y el teléfono tampoco. Creo que dimos tres o cuatro vueltas. Pero bueno, ahí estábamos. Caminamos todo el día, ida y vuelta desde esa entrada hasta la otra punta del valle. 
Me impresionaron los templos, las tumbas de los cristianos, las dos estatuas sin cabeza con las túnicas perfectas al viento, esa maravilla que hacen las manos de los escultores, capaces de simular tela suelta en la firmeza del mármol, el jardín de cactus al que no pudimos entrar y sobre todo, al final, el templo destruido de los dioses oscuros, con sus misterios femeninos, mucho menos..., no sé, a mí el equilibrio griego de lo demás, esas proporciones perfectas me asustan. Prefiero lo nocturno, lo raro, lo que mezcla en lugar de dividirlo todo. Ese último templo me fascinó.
Pero en realidad, lo que más me gustó fue el sitio: los cien verdes de la pradera alrededor y el mar al fondo, los caminos, las flores de los almendros, comer almendras del suelo (nunca lo había hecho), las cabras de cuernos retorcidos, y los olivos. No podía dejar de recitar "Andaluces de Jaén, aceituneros altivos,/ decidme en el alma, ¿quién levantó los olivos?/ No los levantó la nada ni el dinero ni el señor,/ sino la tierra callada, el trabajo y el sudor./ Unidos al agua pura y a los planetas unidos/ los tres dieron la hermosura de los troncos retorcidos..:" Los olivos enormes, gigantescos, me conmovieron más que los templos... Como suele pasarme cuando me dan a elegir entre lo que hacemos los humanos (incluso lo bello) y la naturaleza.






















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