20 de febrero de 2017

Ayer, en una reunión con amigos, charlábamos sobre viajes y lo que surgió tiene que ver con el libro que estoy corrigiendo, un libro académico que va a salir en Valencia (es donde puedo publicar mis investigaciones..., que son sobre literatura estadounidense). Hablábamos de Barcelona. Y de cómo cambió. Podría decirse que no conozco esa ciudad. La visité una única vez, en el 80, creo o 79, no me acuerdo bien, mi primer viaje a Europa con mis viejos. Invierno. Fuimos solamente porque papá tenía que ir por trabajo, no porque la eligiéramos. Estuvimos tres días. Era un lugar horrendo, deprimente, oscuro, sucio, aplastado por el hollín y el tránsito interminable. La odié. No recuerdo más que el deseo de irme, irme, irme. Seguir el viaje hacia ciudades que sí iban a gustarme, Roma, Londres, de las grandes; Venecia y Florencia de las chicas. Para mí, el resumen de esa visita fue "Tancat", cerrado, que veía en muchas puertas.
Las fotos que me muestran y los recuerdos de otros que fueron después la describen luminosa, bella, orgullosa... Yo nunca volví. Y ahora, cuando lo pienso, es evidente por qué: todavía se veía en ella la influencia de Franco y sus cuarenta años.
El espacio es tiempo y el tiempo es espacio. De eso estoy profundamente segura aunque nunca entendí (ni voy a entender) la teoría de Einstein.

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