15 de febrero de 2017

Segesta fue un ítem para los cuatro que fuimos, creo yo. Ninguno de nosotros (las chicas, Tam Painé y Selva Aimé que nunca habían ido a Europa; Odino que solamente fue una vez, yo, que fui dos antes) había visto nunca un templo griego. Para mí, lo más emocionante (porque esto es herencia) era que recordaba los cuentos de mi vieja. Sicilia fue uno de los últimos viajes que hicieron con mi viejo, creo que el anteúltimo, y los hicieron solos, sin nosotros. Para ella también había sido el primero. Me acordaba de la emoción que había sentido y que yo sentí por ella, no por lo griego que siempre fue un karma para mí, un sufrimiento. A mí, nunca me gustó nada de eso, lo confieso..., me emociona mucho más Egipto (lugar al que no fui) y América, México, Perú, que Grecia. Pero era pisar el suelo que ella había pisado..., así que a pesar del frío, vi la belleza con cuatro, no con dos ojos.
Lo más hermoso de Segesta no es el templo sino el lugar del templo. La belleza inmensa de los campos verdes, verdes, y las subidas y bajadas y las quebradas alrededor. Como siempre, se busca lo más alto del mundo para poner un templo y también un teatro y fue la vista lo que más me emocionó. Subimos y bajamos sin tomar el colectivito y eso nos agoto pero valió la pena por eso. El pajarito marrón fue un regalo de bienvenida. Las pequeñas praderitas de trébol..., ah, eso es la belleza absoluta. Y las espigas. Oír hablar al viento. Tengo varias fotos con personas pero obedezco mi regla: solamente de Odi o mías. Para las otras no tengo permiso y está muy bien.















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