13 de octubre de 2017

Ya van dos noches en que sueño con edificios y lugares raros. El de anoche, más tranquilo, medio lo perdí ahora (se me escurrió en las horas en que estuve laburando en casa, yendo el súper como todos los viernes, escuchando radio, y más). El anterior..., bueno, fue una pesadilla y esas me las acuerdo más (por desgracia). El mar, claro. Todas mis pesadillas tienen que ver con ese lugar aterrorizante y terrible que es para mí el mar cuando tiene olas (cuando no las tiene, trato de olvidarme de que podría tenerlas en un segundo; solamente me es amable cuando me protege una bahía, un arrecife, algo que lo transforma en laguna, en chato, en dulce). Iba a visitar a Odi a la cárcel (estaba ahí, sí, yo fui muchas veces a cárceles, di clase tres cuatrimestres en distintos años en Devoto y en Ezeiza). Era un edificio con patios y medio derruido que estaba solo en una isla. Una isla del tamaño de..., digamos, una manzana. No más. Nos veíamos, charlábamos y después me echaban. Pero para tomar el ferry de vuelta (ni idea de lo que había pasado cuando llegué) había que nadar hasta el ferry. En medio de las olas. Yo las miraba con espanto. Metía un pie en el agua. Después decidía que no, que de ninguna manera pero cuando quería volverme, los guardias me decían que no. Que no me dejaban quedarme hasta que el mar se tranquilizara. Lo último que vi fue la espuma de una olaza enorme..., que me esperaba con la boca blanda y abierta, como todas las olas. Sentí el agua en la mano... y me desperté inmediatamente... Por suerte. Sandokán tenía la nariz fría apoyada en mi mano... Supuse que quiso salvarme así que lo abracé.

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