22 de abril de 2018

Hace ya unos años, bastantes, tuve una conversación con mi amiga del alma, Liliana Bodoc, en la que empecé a explicarle lo que me pasaba cuando iba a una reunión o una fiesta de personas de una clase más alta que la mía. Fuimos todavía más amigas después de eso porque apenas yo empecé a describirlo, ella dijo: Ah, eran todos medio de la clase alta... Y las dos nos reímos porque sentíamos lo mismo.
Ese sentimiento extraño de sentirme en Marte, y al mismo tiempo (en los últimos tiempos) de saber que quién soy no incluye ser parte de ese tipo de grupos... Por un lado, sí, la verdad, me siento siempre un cachito superior; por otro, sé que soy la distinta y eso me pone muy incómoda, sobre todo si no me dejan usar mi sistema: desaparecer, ser nada, no hablar, dejar que todo pase a mi alrededor y no decir nada. Si me presionan, yo no disimulo, digo lo que pienso y claro..., me pongo violenta. Pero para esa altura, ya me agredieron bastante así que últimamente tampoco me siento culpable. Así fue ayer... Bueno, una visita a Marte de vez en cuando es tolerable. Lo único que amé fue el grillo que chillaba en un rincón de la pileta climatizada, bajo unos escalones, como diciendo: Hagan lo que quieran, pero la naturaleza sigue acá. Y entonces, yo notaba el aire, la tibieza de verano, las nubes si salía, el verde del pasto demasiado cuidado. El planeta que nadie más notaba. Excepto por el grillo.

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